Guillermo Sheridan FACES

FACES Castillo de Chapultepec

Señoras y señores : aborrezco los rostros. Son demasiados expresivos para mí. Hay demasiados. Y si se recuerda que todo mundo tiene dos caras, pero aún. El shador de las musulmanas no es para mí una prevención religiosa, sino un signo de buena educación. Prefiero los codos, de ánimo más sincero,el discreto ombligo, la nuca alerta. Alphonse Allais le regalaba a sus amigos fotografías de sus manos prefectas, esa cara secedánea , donde aseguraba que estaba su auténtica personalidad. Ciro el Persa siempre insistió en que el rostro que le reflejaba el espejo no tenía nada que ver con él.
Si nuestro cuerpo fuera una oración la cara sería verbo, puro acto. La espalda sería el complemento indirecto. El cuello, un calificativo. Los codos y las rodillas y otras partes motoras, las preposiciones y conjunciones. No sigamos con la analogía porque habría que declarar al ano el punto y aparte del cuerpo. Pero la cara está siempre en acto y, por prudencia, hay que desconfiar de todo acto. La cara conjuga maníaticamente : quiero, exijo, declaro,. Dormida la caraconjuga los verbos imposibles del sueño : ayer, el agua, una plaza asoleada llena de caballos y mujeres con cestas. Pero dormidas o desîertas, las caras siempre están en busca de otra cara, la cara que será más suya que la cara propia.
La banalidad clásica afirma que el rostro es el espejo del alma. Se trata de una idea sumamente vulgar. Si acaso como dice Thomas Browne, en ellas está escrito el lema de nuestras almas, por definición hipócritas. « No tiene chiste hallar la construcción del alma en una cara », dice el rey Duncan, que de no haber pensado eso, quizá hibiese descifrado el gesto asesino de Macbeth y llegando siquiera al segundo acto. Prefiero a Borges que de niño conjetura que el espejo es un dios que ve « el verdadero rostro del alma » y que sigue en esto a Poe, que en algun sitio, propone que los espejos son animales cuyo sustento son los rostros.
Por los rostros de Mari carmen Hernandez, pasan estas preguntas y evocaciones que me hago. Como en la fórmula de la bravata mexicana, les pregunto a esos rostros ¿que me ven ? y comienza a operar el mismo espejo, pues me preguntan lo mismo. ¿Qué vemos cuando en la calle vemos, fortuita, fugazmente, un rostro ? Es un impulso de la especie, demasiado acido desoxirribonucleico en común. Es desconcertante y abominable, porque los rostros tienen cierta tendencia a ser horribles. No horribles por feos, sino por vacuos. Lo bueno es que ese instante es instantáneo. Porque sino sería insoportable. Los metodistas no se miran. Mirarse a los ojos, entre nosotros es un reto y un ritual. Pendencia de gallo que defiende un impreciso territorio. A veces se me ocurre que el ojbeto de ese instante en el que dos miradas se miran, es confirmar que mi cara solo es mía. Los rostros de Mari Carmen me regatean ese tonto deleite y me dicen que mi cara es de otros, esos otros oprobiosos rostros encimosos. La cuadratura general es un close-up que corta la frente y la barbilla (solo dos la conservan, uno de los cuales también es el único con pelo, un pelo de arcoiris). El triángulo natural de los ojos a los labios se deslava, se barre, se espatula en 25 grados que son 25 colores que son 25 redacciones de 25 emociones que son 25 deseos y 25 recuerdos. Uno sólo, una pálida sombra de ojos negros, no nos mira ; cansada de mirar busca allá arriba algo ¿qué ? Su mirada evasiva hace de él un santo instantáneo. Tres tienen bigote. Dos parecen a mi tío Adolfo antes de su trombosis. El impulso necio de clasificar no lleva a nada. Es un elaborado microtonalismo, cada rostro es los demás y es irrepetible. Hay unos feos, con esa fealdad que consiste eb evidenciar el cráneo subyacente congesto arrebatado, que logran la fina proporción de lo espantoso que amaron los decadentes ; los hay inquisitivos, bifocales, benevolentes, rasposos y musicales. Uno es evidentemente un formidable autoretrato. Ignoro si alguien posó para ellos, aunque preferiría que no, que sean posibilidades, rostros en potencia, ecuerdos, el remanente de esos entrecruzamientos inútiles de cada día. Pero todos ellos son rostros misteriosamente familiares, es decir, rostros que siempre se están yendo, a otro sitio, a otro mundo, a otro rostro.
La suma de colores y rasgos culmina en el autoretrato final. No es azaroso que sea el último. Es como un resumen y un descubrimiento. Por otro ado, es uno de los dos rostros que sonríen. Tiene esa sonrisa que nos defiende de un excesivo sentido del ridículo, y que surgen en momentps incómodos, por ejemplo cuando nos piden que sonriamos. Quizá sonríe porque ha cobrado su recompensa. Yo no puedo saberlo.
He ido escribiendo esto mientras recorro el libro. Por eso ahora sé que son 26 los rostros. Al final hay un ensayo d Bertrand Lorquin sobre los rostros que retoma, de modo mucho más eficiente, algunos temas que yo he rozado apenas. Incluso cita a Heidegger . Dice también que Mari Carmen Hernandez « lleva orgullosamente la marca reconocible de sus antepasados aztecas ». Esto, que quiere ser halago, me parece tan irrelevante como decir que Lorquin, de ser francés, lleva orgullosamente la de sus antepasados aureleos o merovingios. Pero las observaciones de Lorquin sobre la formación de la pintora y sobre su fidelidad al retrato son interesantes.
Un asunto me interesa considerar es la inclusión en el libro, al margen de cada rostor, de fragmentos narrativos de grandes maestros. No sé si se deba calcular la posibilidad de que la artista los haya elegido, o, mas aún, la de que la artista los haya pintado exprofeso luego de leerlos. Son fragmentos de novelas de Rabelais a Borges, pasando por Thomas Mann y por Justo Sierra O’Reilly, presencia que me obliga a suponer que algún connacional, oconnacionala, participó de la selección.
Debo confesar mi incomodidad por estos juegos de fácil recompensa para el ingenio. Dudo mucho que los rostros de Mari Carmen Hernandez ameriten la vecindad de un prestigioso escrito literario, en el que hay alusión a auna o vairas caras, para adquirir identidad. Hay cierta tendencia, que no se puede sino llamar decorativa, a contagiar a un arte con otro, pero no como en las simbiosis wagnerianas o en las correspondencias o cenestecias simbolistas, sino en un espíritu que supone una instantánea y acrítica cofraternidad entre las artes. Es un recurso de programa cultural televisivo, para el director del cual sería imposible mostrar una escultura de Rodin si, al movimiento sinuoso de la cámara no lo acompaña un poco de Debussy. Esto ha llegado a ser una extraña convención impuesta por medios inseguros de su eficiencia autonóma.
En el caso de la pintura, y sobre todo en la pintura de rostros, se me antoja una intrusión que, desde luego, puede ser muy particular. ¿Cómo conciliar el raro estatismo de una pintura (raro porque es una forma superior del tiempo) con el inevitable discurrir de la narrativa ? ¿No se establece una casualidad equívoca entre la pintura inmóvil y la doble articulación del lenguaje ? Borges decía, desde el punto de vista contrario, y creo que con completa razón, que las Alicias de Lewis Carrol y, ni más ni menos, que del gran ilustrador victoriano John Tenniel, cuyos dibujos, con el tiempo, se han hecho consustanciales al relato. Más allá de que alguien participe adjudicando ese rechazo a la ceguera de Borges, hay que considerar su argumento principal : las ilustraciones le quitan a lo narrado, decía, « su matiz de pesadilla ». Y en efecto, la suficiencia narrativa de Carrol se desmerita ante un referente visual preciso, contundente y, a fin de cuentas, parcial.
Recuerdo haber leído de pequeño una versión resumida de Moby Dick de Melville. La ominosa presencia de la ballena, a la que dibuje mal en el ojo de mi mente –asi llamaba Stevenson a la virtud de ver lo que uno lee— era mucho más aterradora que los dibujos que acompañan una edición que leí posteriormente. Esa blanca masa de monstruos se convertía, inevitablement, en un pescadito malhumorado.
Creo que el matiz de pesadilla del que habla Borges, pero no podría ser el matiz de la dulzura, o del desgano, o de la sorpresa, o de la presencia en los cuadros de Mari Carmen Hernandez, ya está ahí, viva, actual e inobjetablemente. No necesita de argumentos ni de compañía. Si acaso, hubiera sido mejor de poesía, porque la poesía no transcurre, no avanza : ella es también una ímagen hecha de inmágenes hechas de palabras inmóviles. Cuando rozamos o nos roza un rostro en la calle, o en la intimidad, o en un sueño, no le ponemos música, ni palabras. Para eso es un rostro, para estar más allá de las palabras.

Guillermo Sheridan • Castillo de Chapultepec • agosto 1995